Bonifacio siempre fue un chico sano y se alegra de no haber fumado nunca. Sin embargo, Bonifacio está arrepentido: Bonifacio comenzó a fumar la noche de fin de año y, a día de hoy, está enganchado.
Bonifacio está feliz porque su ropa al salir de los bares ya no huele a tabaco y porque su madre y su abuela decidieron, además de la dieta, dejar de fumar aprovechando la legislación vigente; incluso se frotan las manos por si la ministra les ofrece algún tipo de auyda... Pero Bonifacio, amante de botellones cuando los hubieron, ahora se ve inmerso en un caro y perseguido vicio. Bonifacio se muere por tomarse un café acompañado de un pitillo en aquel bar en el que solían hacerlo sus amigos. Bonifacio no puede. Bonifacio, pese a las heladas, debe de fumar apresuradamente en la calle o en la puerta de los bares. Dicen las noticias que se está realizando una nueva actividad colectiva, el cigarrón; para Bonifacio, lo que realmente están haciendo es el gilipollas: hablar y echar humo, a la vez que se resfrían y estropean los bronquios. Pero Bonifacio no puede dejar de fumar, y eso que acaba de empezar, como quien dice.